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Segregación horizontal y vertical en el mercado de trabajo

La segregación ocupacional entre mujeres y hombres es la tendencia a una mayor concentración de la presencia respectiva de personas de uno y otro sexo en ciertos sectores o ramas de actividad, profesiones, especialidades, tareas o puestos. Los datos muestran que, en la actualidad, subsisten sectores y trabajos feminizados y masculinizados; y que, grosso modo, las mujeres suelen estar más presentes en el sector servicios, en la sanidad, en la educación, y en labores administrativas o auxiliares; mientras que en los trabajos industriales o puestos técnicos especializados, desde luego, en las llamadas STEM, predominan los hombres. Esto es a lo que se conoce como segregación “horizontal”. Mientras que la segregación “vertical” es la que resulta de la mayor presencia masculina en puestos de más alto nivel y más exigentes formativa y profesionalmente, o que impliquen mando, jefatura o responsabilidad; sin la menor duda, en los puestos directivos de las compañías. A esta última se viene aludiendo con la bien conocida expresión de “techo de cristal”.

Una primera explicación de las razones o motivos de este desigual reparto o distribución desequilibrada de papeles entre mujeres y hombres es de corte histórico, y puede encontrarse –en el caso español, como en de otros países que vivieron situaciones y regímenes similares—en el modo y circunstancias en que se produce la progresiva reincorporación de la mujer al trabajo asalariado al desaparecer las barreras legales que durante el régimen franquista procuraron retenerla en el ámbito doméstico. Con el aparentemente bienintencionado propósito de proteger a la mujer de los múltiples peligros que para su integridad física y moral la acechaban en el mundo exterior, su protección jurídica se articuló a través de un completo programa orientado a la limitación de su capacidad de obrar y, en particular, de su capacidad para trabajar. La mujer ya no era una “media fuerza”, sino que se había convertido en un sujeto con capacidad disminuida. La asimilación con los niños y los menores es de una claridad meridiana. Ello se articula mediante instituciones como la excedencia forzosa por matrimonio o la dote, medidas como la prohibición de contratar a mujeres casadas, o como el establecimiento de un considerablemente largo natalistas que relegaban a la mujer a su función procreadora y productora de soldados para el ejército defensor de la patria.

Esa reincorporación al sistema productivo que se empieza a producir ya a finales de los años 50 tiene lugar, como es fácil de comprender, en una situación de desventaja competitiva con los hombres en el plano educativo y formativo, habida cuenta que la presencia de mujeres en la universidad o en la formación profesional, que fue incrementándose progresivamente hasta alcanzar cotas que podríamos considerar paritarias, fue inicialmente muy escasa o sencillamente inexistente. Y, al mismo tiempo, igualmente sesgada desde el punto de vista de los perfiles formativos “elegidos” o por los que las mujeres preferentemente se inclinaban, hechos ambos que tampoco son casuales ni aleatorios, y que enlazan de manera muy directa con el marco normativo al que se acaba de aludir. Efectivamente, si se comparan la Relación primera y segunda del Decreto de 26 de julio de 1957 sobre Industrias y Trabajos prohibidos a mujeres y menores por peligrosos o insalubres, se podrá sin dificultad alguna advertir que en la primera aparecen listadas sobre todo actividades netamente industriales (construcción, minería, industria química, metalúrgica, energía) y tareas o trabajos característicos también de los sectores primario y secundario (labores agrarias y forestales, tareas que implicasen especial esfuerzo, carga o manipulación de casi todo tipo de maquinaria, o trabajos en altura, entre otros). En cambio, en la Relación segunda anexa al Decreto de 1957, donde se enuncian las actividades que sí pueden realizar mujeres siempre que sean mayores de 21 años, lo que aparecen son trabajos y tareas propias de sectores mayormente feminizados aún a día de hoy: industria textil, confección, vestido y calzado, peletería, alimentación, higiene y limpieza y otros servicios. En resumidas cuentas, las mujeres retornan al mercado de trabajo en aquellas profesiones de las que no habían sido coercitivamente excluidas, y en trabajos o tareas claramente feminizados, lo cual se traduce en una elevada concentración de mujeres en unas pocas actividades, por lo general con bajas exigencias de cualificación, mayoritariamente en el sector servicios, y con remuneraciones siempre más bajas que los hombres. De todos modos, este último dato persiste en cualquiera de las desagregaciones susceptibles de análisis.

Es cierto que la Ley 56/1961, de 22 de julio, sobre derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer dulcificó el enfoque y permitió a la mujer celebrar sin autorización marital toda clase de contratos de trabajo; les reconoció el derecho a no ser discriminadas por razón de sexo o estado civil “en las reglamentaciones de trabajo, convenios colectivos y reglamentos de empresa”; y ordenó que “las disposiciones laborales” reconocieran también “el principio de igualdad de retribución de los trabajos de igual valor” (art. Cuarto.- Dos). Pero también lo es que la referida norma mantuvo la determinación por vía reglamentaria de los trabajos que, por su carácter penoso, peligroso o insalubre, debían quedar excluidos o prohibidos a las mujeres (Art. Cuarto.- Uno), prolongando la vigencia del Decreto de 1957; y que la mujer siguió sin tener acceso a las Fuerzas Armadas, los Institutos y Cuerpos armados, los cuerpos de Magistrados, Jueces y Fiscales (salvo en la jurisdicción tutelar de menores y la laboral), y la Marina Mercante, salvo para funciones sanitarias.

Esta situación se mantuvo hasta mucho más allá de promulgada la Constitución de 1978, como ponen de relieve dos relevantes acontecimientos. El primero, la STC 229/1992, de 14 de diciembre [ECLI:ES:TC:1992:229], en relación con una demanda de amparo promovida por una trabajadora aspirante a un puesto de ayudante minero en la empresa HUNOSA, a la que el TC concede la tutela pretendida, afirmando de modo contundente que el Decreto sobre trabajos prohibidos –que junto con el Convenio 45 OIT y la Carta Social Europea proscribían el trabajo de las mujeres en el interior de las minas— resultaba incompatible con la CE, por lo que había que entenderlo implícitamente derogado por ella. El segundo, que hasta la promulgación de la Ley 31/1995, de 8 de noviembre, de Prevención de Riesgos Laborales no se produjo la derogación expresa del Decreto de 26 de julio de 1957 respecto del trabajo femenino [Disposición Derogatoria Única, apartado b)].

En la actualidad, el porcentaje de mujeres que finalizan sus estudios es mayor al de los hombres en todos los niveles educativos, es asimismo mayor su tasa de rendimiento académico y más altas sus calificaciones; y, sin embargo, sigue habiendo grados –y, por ende, profesiones y especialidades— diferenciados por sexos. Y esa segregación o diferenciación se traslada directamente al mercado de trabajo, que muestra esa misma tendencia o característica, la menor o apenas visible participación femenina en ciertos sectores, y su mayor presencia en ocupaciones relacionadas con la sanidad, la atención, el cuidado, o la educación; titulaciones que tienen peor inserción laboral, más paro, peores contratos y salarios más bajos. Así pues, al igual que corroboran los estudios sobre las grandes cifras a nivel mundial, ni el éxito académico ni la mejor preparación o nivel formativo de las mujeres son garantía de acceso al empleo en condiciones de igualdad.

Un efecto adverso de la segregación ocupacional que actuaría como factor sumatorio en relación con la brecha salarial de género consiste en la presión a la baja de los salarios, también los de los hombres, en aquellos sectores o actividades donde se concentra la más abundante oferta de mano de obra femenina.

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  • Última modificación: 25/03/20 17:27
  • por antonio.a