Discriminación por razón de sexo/género
A raíz de la obra de Simone de Beauvoir “El segundo sexo” (1949), se produjo, en los Estados Unidos de América y a partir de la década de los sesenta, un rearme ideológico del movimiento feminista, cuyas primeras elaboraciones se encuentran en las obras de Betty Friedan “La mística de la feminidad” (1963), y de Kate Millet “Política sexual” (1970). Merced a estas y otras aportaciones (constitutivas de la llamada segunda ola del Feminismo para distinguirla del Feminismo del Siglo XIX), se identifica la causa de la discriminación no en el sexo (esto es, las diferencias físicas entre mujeres y hombres) sino en el género (añadido sociocultural), lo que obliga a revisar con esa nueva perspectiva todas las áreas del saber humano para visibilizar si en ellas hubiere prejuicios de género y desactivarlos.
Los hombres, estando el modelo hecho a su medida, adquieren, por el solo hecho de serlo, el poder en la totalidad de las relaciones sociales (en la sexualidad, en la familia, en el trabajo, en el deporte, en la política o en otras relaciones sociales), mientras las mujeres no adquieren, por el solo hecho de serlo, ese mismo poder, antes al contrario se sitúan en subordinación (en cuanto no viven la sexualidad, la familia, el trabajo, el deporte o la política, u otras relaciones sociales, de la misma manera que esas mismas facetas de la vida la viven los hombres). Por ello, una adecuada respuesta a esa discriminación sistémica, institucional o difusa obliga a cuestionar el modelo de referencia para erradicar la situación de subordinación de la mujer y para empoderarla en igualdad con el hombre.
Desde una perspectiva jurídica, ello supone la insuficiencia de la conceptualización tradicional de la igualdad y discriminación sexista, que se configuraba como la imposición por terceras personas de un trato peyorativo definido sobre un elemento de comparación (es el concepto de discriminación manejado en las leyes clásicas de igualdad: reconocimiento del derecho al voto, la educación, el trabajo o la patria potestad conjunta).
Tal conceptualización tradicional ha resultado desbordada una vez se constata que, al ser sistémica, institucional o difusa, la discriminación sexista tanto es una diferencia de trato como es una diferencia de estado derivada de la subordinación de las mujeres (es el concepto de discriminación manejado en las leyes modernas de igualdad), existiendo discriminaciones aunque sea imposible o muy difícil de identificar el elemento de comparación (como es el caso paradigmático de la violencia de género) e, incluso, debidas a decisiones de las mujeres condicionadas por prejuicios de género (abandonar el trabajo para cuidar a la familia, renunciar a la participación en una actividad política, o no denunciar al maltratador: esto es lo que se conoce como patriarcado de consentimiento).
Podríamos así definir la discriminación sexista como la situación de subordinación de las mujeres respecto a los hombres a causa de los prejuicios de género (que mayoritariamente perjudica a las mujeres, pero también a algunos hombres que no se ajustan a sus roles masculinos: las ovejas negras). Lo cual sitúa el elemento de subordinación (o peyorativo) en un lugar preeminente (desplazando al comparativo) a los efectos de definir las diferencias de trato (impuesto a la víctima por terceras personas), y a los efectos de conectarlo con los prejuicios de género, que son su causa última, permitiendo incluir en el concepto de discriminación a las diferencias de estado (a veces a causa de decisiones de la propia persona condicionadas por la ausencia real de oportunidades a la hora de decidir).
Se caracteriza la discriminación sexista en los términos conceptuales expuestos por tres especificaciones (siendo algunas comunes a todas las discriminaciones, y otras, en una mayor o menor medida, particulares).
La primera característica (que es común a otras causas de discriminación, pero no a todas ellas) es que el sexo es inmutable (o cuasi inmutable, aunque el transexual seguirá sufriendo discriminación), lo que sitúa a la discriminación sexista dentro de aquellas consideradas como más odiosas en cuanto se basan en una condición de la persona que esta no puede cambiar de manera voluntaria (como el caso del origen racial o étnico, la discapacidad o la identidad de género), frente a aquellas otras discriminaciones que afectan a todas las personas en algún momento de su vida (la edad) o se basan en el ejercicio de un derecho de la persona (como ocurre con las discriminaciones religiosa, ideológica, política o sindical).
La segunda característica (que ya es una especificación propia de la discriminación por causa de sexo) obedece a la propia realidad del sexo como factor causante de la diferencia de tratamiento, ya que, a diferencia de todas las demás causas de discriminación, no se predica de un grupo de sujetos calificable ni de minoría en un sentido cuantitativo (si el colectivo discriminado es minoritario dentro de la población), ni de mayoría minorizada en un sentido cualitativo (si el colectivo discriminado es mayoritario dentro de la población, pero su cultura se minusvalora), sino de la mitad de la población, de la cual ni se puede decir es una minoría en sentido cuantitativo, ni una mayoría minorizada en sentido cualitativo.
Y la tercera característica (que es una especificación que puede ser compartida con algunas otras causas de discriminación, pero que en la discriminación por causa de sexo aparece de manera especialmente intensa) es la omnipresencia y la invisibilidad de los prejuicios de género, de ahí (1) la extensión de la discriminación sexista desde una triple perspectiva temporal (en todas las épocas históricas y en la actualidad), espacial (en todos los países del mundo) y modal (desde la violencia de género al paternalismo falsamente protector), (2) su fácil acumulación a otras causas de discriminación, (3) su manifestación en la totalidad de los ámbitos de la vida pública y privada de las personas, y (4) la tendencia a no percibir las diferencias entre los sexos como peyorativas, ni siquiera por las propias mujeres víctimas de la discriminación, en incluso por las de violencia.
La tutela de la igualdad, para ser efectiva frente a la discriminación sexista así conceptuada y así caracterizada, debe contemplar tanto las diferencias de trato como las diferencias de estado. Las de trato son susceptibles de corrección a través de la prohibición de discriminación (principio de igualdad de trato). Las de estado obligan a incidir en lo sistémico a través de medidas de acción positiva, de igualdad de oportunidades, o de democracia paritaria. Así contempladas, la igualdad de trato conecta solo con la igualdad, mientras la igualdad de oportunidades conecta tanto o más con la libertad, al buscar remover los prejuicios de género que condicionan las vidas de mujeres y de hombres para permitirles un más libre desarrollo de su personalidad.